Al tirano lo crió su madre. Lo amamantó con promesas de
grandeza y amor incondicional, y él creció creyéndose bello y necesario. La
evidencia de que así era fue su madre que se hizo leche para alimentarlo. El
aprendió que todo lo merecía. Cuando grande y ya tirano, el hijo encerró a lo
que quedaba de la madre en una torre alta con fotografías suyas en los cuatro
muros, pensaba el tirano que así ella lo podría adorar sin cansarse y sin
compartir las palabras salameras y suplicantes con alguien más. Nunca.
El tirano avasalla a todos a su paso con su encantadora
sonrisa (los tiranos no matan a la gente, la someten, le aprenden los secretos
y el mapa de sus botones). Todas las mujeres, una extensión de su madre, la
sacerdotisa de su culto. El tirano está seguro de merecerlo, ellas están
dispuestas a confirmárselo. La tiranía perfecta.
Aclaremos, el tirano no habla a multitudes, de hecho, ni
siquiera se distinguiría en una. El tirano habla suave una lengua bruñida
pletórica de imágenes seductoras como gobelinos. Ellas lo escuchan y lo
imaginan en la contienda, bravo, gigante, regio; la guerra se torna ternura y
las armas uñas. El tirano las acaricia con el habla, las esposa con promesas.
Ellas, madres de tiranos en potencia, se humedecen y lo
acunan en sus brazos; sueñan con sus hijos. Con un gesto parece que se quitan
de los ojos las telas de araña que el tirano ha empezado a tejer a su
alrededor, pero el gesto no retira los hilos, sólo ayuda a que se apelmacen,
que fijen los sueños épicos en sus ojos abiertos.
La voluntad se les tuerce como metal a las brasas, no hay
trampa, ellas la regalan a cambio de promesas y miradas. El tirano las castiga
con indiferencia y así les corrige la maldita costumbre de pensar en todo lo
que no implique al tirano, porque se lo merece, porque así debe ser.
El tirano ha hecho un trabajo soberbio; es el mejor, se lo
dijo su madre desde siempre. Las mujeres del tirano (futuras madres de otros
tiranos) son consumidas, hechas leche para alimentarlo. Él no siente culpa, las
mujeres se tienen que diluir para alimentarlo, es un honor, es un deber, él lo
merece. Ellas se ahogan dentro de su crisálida, agonizan porque él no las mira.
En el gobelino épico que han ayudado a coser en sus propios ojos, el gran
hombre mira al horizonte que es un lugar imposible a sus espaldas.
Si pudiéramos saber lo que el tirano mira con insistencia en
ese horizonte imposible veríamos a una mujer embarazada canturreando mientras
acaricia su protuberante barriga: lo que tú quieras, lo que tú quieras, lo que
tú quieras.
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