En cuanto abrí la jaula reaccionó, por supuesto le hice baby talk como siempre, con la patita canalizada y todo se levantó para repegárseme y quedarse ahí en la jaula y no, con la cabeza enterrada en mi suéter, el lugar más seguro del mundo. Lo conozco desde hace nueve años y nunca, ni cuando era una bola de pelo que cabía en la palma de mi mano, lo vi tan chiquito, tan frágil. Cuando lo conocí los sostuve a él y a su hermano, cada uno en una mano. El hermano maullaba bajito, Purr no, me no-miraba con sus ojos borrosos de bebé desde su mascarita de Batman. Lo quise desde entonces.
Si no tienes gatos es difícil que entiendas por qué son los compañeros predilectos de los solteros y los solitarios (que no es ni tiene por qué ser lo mismo), por qué parecemos un poco pirados y obsesionados con sus tonterías y sus memes, que si tienes uno es factible que se convierta en el primero de quién sabe cuántos. Se siente raro no sentir su mirada vigilante en la casa, parece biblioteca. Macarrón y yo somos amables y fingimos alegría en voz baja cuando nos cruzamos. A ella se le nota norteada sin la bolla gritona. Le prometo que mañana se lo traigo pero llevo tres días prometiéndolo y cada una de nosotras se retira a su lugar de la casa.
Diabetes, mi sugar cat. Lo encaramos con entusiasmo y gatito chef (si has venido a casa has cantado gatito chef para él, hay versiones en español, inglés y portugués) pero sucede que el chocho cumple mientras tanto, mientras el páncreas se entera de que le has estado viendo la cara y reclama la insulina. Ahí estamos, él y yo, haciéndonos guiños de gato a través de los barrotitos de la jaula del hospital. Antes él me acompañó en todos los duelos a cabezazos y ronrroneos. Me despido y le dejo un besote rojo en la cabeza. Mañana regreso a darle otro.
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