martes, 22 de junio de 2010

visitas

Pues resulta que un hombre muy, muy alto ha comprado tiempo aire en mis sueños. Y así; cuando estoy soñando que doy clases, aparece asomado (agachado, por supuesto) en la ventanita de la puerta; cuando sueño que estoy en una reunión festiva (casi siempre mis sueños se desarrollan en fiestas), aparece detrás de los árboles o los muros de la hacienda; cuando estoy discutiendo algo seriesísimo, aparece ahí, al fondo del cuadro, calladote y milenario.

Su presencia me sorprende hasta en el propio sueño, aunque no me incordia. Nunca he intentado hablarle. De alguna manera sé que está ahí porque quiere, porque tiene derecho y entonces yo sigo en mi discusión, o fiesta o clase sin dejar de buscarlo con el rabillo del ojo.

lunes, 14 de junio de 2010

tiempo de voces

Antes de Twitter, paranoia significaba estar seguro de que alguien te seguía, ahora es todo lo contrario.
                                                                                                                                             @padreorozco

Oigo voces. Algunas me interpelan, otras sólo pasan de largo y se posan -pajarillos azules- frente a mis ojos casi siempre para mi deleite. Algunas me ofenden, asustan, inflaman, hacen cosquillas; casi todas se enlazan con las arañas que tejen telas en mi cabeza y discuten y muchísimas veces, echan por tierra mis certezas con versiones del mundo desde el mismo mundo. Lo curioso es que siento que las voces son naturales; no implicó, su llegada, un proceso de adaptación y una que otra jaqueca pidiendo silencio. Mi cabeza siempre albergó un diálogo con turnos caóticos, sólo que a veces no había quién tomara el micrófono desde los otros lados.

 Sí, lo reconozco, para mi, Twitter es un milagro de magnitudes infinitas.


- Soy yos

Disculpen -¡oh nolectores!-, si cambio de tema y no soy seria y sólo planeo sobre las cosas. Así ando por la vida, buscando quién me cuente historias y quedándome con pedacitos para armar andamios absurdos antes de dormir. Lo único que sé es que nunca es suficiente. Lo único que sé es que, como me contó Labioduro, es posible que la gente se caiga de las sillas y aterrice en los árboles. ¿Ven? Mis voces no mienten porque son una multitud de posibilidades, patafísica o la pura esquizofrenia que sienta a todos sus personajes alrededor de la misma mesa a la hora de comer y así la llevamos; a los gritos, como pasa hasta en las mejores familias de italianos, según lo reproducen las películas.

martes, 8 de junio de 2010

yo confieso: mi tortuosa relación con el fútbol

Crecí con el juego. Nunca un partido forzado, nunca una tele impositiva ni una fidelidad de abolengo. Mi papá nos contaba sobre las glorias de oro del Guadalajara, cuando el Campeonísimo de ChavaTigreTuboJamaicón y supongo de ahí, la idea de la nobleza y del equipo del pueblo, de la nube de humo blanco brotando de las tribunas.

Reconozco que mi amor sucedió por contagio; mi hermano se tatuó las rayas blancas y rojas y cantaba odas a los hombres. Con la selección era la misma cosa, sus gritos desgañitados maldecían la hora en la que había nacido cualquiera de los -generalmente delanteros- que fallaban a la hora de dar/pelear/cabecear/definir el último empujón a las redes de los contrarios. Urbano no era furioso, a menos que se enfrentara a la televisión cuando México o Guanatos. Urbano y mi papá, los dos,  tejieron una mitología alrededor de los jugadores, los hicieron íntimos; y los tres les pusimos nombres nuevos: el Tronco (Mora), Tezozómoc (Blanco), Al Tabarán (Sánchez); y sí, también el álbum Panini de todos los años, que le ayudábamos al hermano a completar (no sé cuántas veces vimos las fotos, cuántas historias armamos con ellos, cuantas veces dijimos sus nombres).

La Gorda recuerda, doblado de risa, aquella vez en que yo chillaba sobre el gamo decorativo de la mesa de la sala: ¡Ay, las Chivas, las Chivas!, suficiente locura y suficiente alcohol por una noche; y yo recuerdo cuando salimos Urbano y yo del estadio Cuauhtémoc con nuestros gorros y camisetas rayadas; orgullosos y estóicos soportando las mentadas de madre de los poblanos cuando nos veían pasar.

Carajo; hoy no se oyen ya los gritos de mi hermano ante la tele, ni siquiera, los ecos de sus maldiciones. Mi papá ya no tiene con quién compartir su código futbolero -tan padre-hijo- y yo, he perdido las ganas de abrazar figuras decorativas y camisetas. Hoy, el fútbol, el mundial, los once de Aguirre me duelen y me enojan, porque no sucitan al loco contagioso, sólo su ausencia. Porque ante esa pantalla, ya nunca, ya Nadie.