miércoles, 9 de febrero de 2011

decir y escuchar (o lo que nos tiene tan fascinados)


Te exasperas de que te pida que me digas, que cuentes, que atrapes en las cintas de cuero de las palabras las ideas que revolotean en tu cabeza como la pirotecnia de tu pueblo natal; te digo siempre lo mismo: es ahí, es en ese lugar y sólo en ese donde puedo entender algo, donde la cinta de moebius se convierte en una bonita hebilla de cinturón. Tú, amante del sonido explosivo de las percusiones electrónicas -y de los guiones cortos- prefieres las dedicatorias musicales, los bailes y las lecturas silenciosas y que tus letras brillen como charol bien suajado. Yo recorro los estantes corriendo con los brazos extendidos, tú, desde la cima de tu estatura eliges con paciencia un solo enlatado y la proteges con argumentos teóricos irrefutables (y chistes terribles). Yo puedo pedir a Iván un centenar de veces que repita melcre y cada vez sentir cosquillas en la espalda; tú, puedes doblarte en varias partes ante la pantalla de lo que anticlimáticamente llamas ordenador para encontrar ese beat que te lance a mirar el techo por horas, sonriendo. Yo, siempre contra el tiempo; tú en esa tabla veloz de surfista de minutos que  se convierten en horas cuando -siempre- te topas algo interesante. Yo con tantas preguntas, tú con tantas respuestas de malabarista; yo con los ojos cerrados, tú con los ojos abiertos -lagos negros y profundos-. Yo hablando frente a ti, hablándote, apalabrando, tú deteniendo mi barbilla con esa mano grande y colocando un beso silenciador para que deje de manosear la razón y de una buena vez escuche lo que dice tu percusión cardiaca.