martes, 28 de mayo de 2013

de lo emocionante

No es algo sencillo de decir porque tampoco fue fácil de descubrir. Se trató de un instante de trascendencia que vino de uno de los actos más banales --y no-- de mi día: ver el capítulo seis de la sexta temporada de Mad Men. En terminos narrativos, el capítulo se mueve, y eso ya le hacía falta a estas alturas a la serie; pero, sobre todo, el capítulo es emocionante: los personajes viran y caminan hacia espacios inesperados, la combinación de las circunstancias y las decisiones resulta en una jugada de ajedrez pulcra y eso, emocionante.

El asunto es que las cosas --fuera de la serie-- se me empezaban a poner chiclosas y grises. Las pérdidas de personas, símbolos y personas simbólicas se amontonaban para pasar por el ojo de una aguja. El impasse prolongado, el pasillo elongado y en la puerta del fondo nada más que la nada. ¿Cómo encajas otra ruptura? ¿Te acostumbras a la idea de la fatalidad de todos los inicios? ¿Lo ves sacar la mitad de tu casa por la puerta de tus expectativas, encoges los hombros y sigues calificando o asumes que sentir miedo es lo que toca y estiras el amor hasta que se parezca al odio?

Opté por perder. Pero en la lógica de soltar las amarras a los lastres se te va todo el equipaje. Perdí los ojos, perdí las identificaciones y perdí el tiempo --ese sujeto malencarado--. Así, en medio de la frontera y sin pasaporte, me senté a ver la serie y sentí la taquicardia del misterio, del camino nuevo, del resquicio esperanzador de los nuevos comienzos. Este ciclo se termina, es tiempo de virar hacia donde la corazonada sugiera. Las amarras sueltas auguran un vuelo ligero. Mejor será saldar las deudas, escribir cartas y visitar a los amigos porque en seis capítulos puede ser que el guionista se pire y entonces a saber.

miércoles, 10 de abril de 2013

La tiranía de las pequeñas cosas


Al tirano lo crió su madre. Lo amamantó con promesas de grandeza y amor incondicional, y él creció creyéndose bello y necesario. La evidencia de que así era fue su madre que se hizo leche para alimentarlo. El aprendió que todo lo merecía. Cuando grande y ya tirano, el hijo encerró a lo que quedaba de la madre en una torre alta con fotografías suyas en los cuatro muros, pensaba el tirano que así ella lo podría adorar sin cansarse y sin compartir las palabras salameras y suplicantes con alguien más. Nunca.

El tirano avasalla a todos a su paso con su encantadora sonrisa (los tiranos no matan a la gente, la someten, le aprenden los secretos y el mapa de sus botones). Todas las mujeres, una extensión de su madre, la sacerdotisa de su culto. El tirano está seguro de merecerlo, ellas están dispuestas a confirmárselo. La tiranía perfecta.

Aclaremos, el tirano no habla a multitudes, de hecho, ni siquiera se distinguiría en una. El tirano habla suave una lengua bruñida pletórica de imágenes seductoras como gobelinos. Ellas lo escuchan y lo imaginan en la contienda, bravo, gigante, regio; la guerra se torna ternura y las armas uñas. El tirano las acaricia con el habla, las esposa con promesas.

Ellas, madres de tiranos en potencia, se humedecen y lo acunan en sus brazos; sueñan con sus hijos. Con un gesto parece que se quitan de los ojos las telas de araña que el tirano ha empezado a tejer a su alrededor, pero el gesto no retira los hilos, sólo ayuda a que se apelmacen, que fijen los sueños épicos en sus ojos abiertos.

La voluntad se les tuerce como metal a las brasas, no hay trampa, ellas la regalan a cambio de promesas y miradas. El tirano las castiga con indiferencia y así les corrige la maldita costumbre de pensar en todo lo que no implique al tirano, porque se lo merece, porque así debe ser.

El tirano ha hecho un trabajo soberbio; es el mejor, se lo dijo su madre desde siempre. Las mujeres del tirano (futuras madres de otros tiranos) son consumidas, hechas leche para alimentarlo. Él no siente culpa, las mujeres se tienen que diluir para alimentarlo, es un honor, es un deber, él lo merece. Ellas se ahogan dentro de su crisálida, agonizan porque él no las mira. En el gobelino épico que han ayudado a coser en sus propios ojos, el gran hombre mira al horizonte que es un lugar imposible a sus espaldas.

Si pudiéramos saber lo que el tirano mira con insistencia en ese horizonte imposible veríamos a una mujer embarazada canturreando mientras acaricia su protuberante barriga: lo que tú quieras, lo que tú quieras, lo que tú quieras.