domingo, 5 de junio de 2011

la hora en la que el año se dobla

El Tiempo, ese señor bigotón y siempre un poco ridículo, me mira desde su escritorio de contador y niega con la cabeza: se me acabó el veinte y es tiempo de que empaque y me vaya. No tengo argumentos para desmentirlo. Me he pasado la primera mitad del año invocando a los cambios y a los movimientos telúricos para empezar a concretar lo que hasta el momento sólo son palabras. Ten cuidado con lo que deseas.

Ahora bien, si he ansiado tanto el cambio y mis ideas son tan claras, ¿por qué no acabo de despegar los dedos del marco de la puerta? Después de mucho pensarlo, concluyo que lo que me aterroriza es empezar un camino en solitario, donde después de un rato, los conocidos y la familia se cansan de palmearte los hombros y desearte suerte y se vuelven a su rutina quincenal de segundo semestre y tú sólo tienes un espejo y una lista manoseada de ideales cada vez más borrosos por la repetición.

En conclusión, que da mucho pinche miedo (aquí el gozne del año).

El espejo me devuelve una cara asustada que conozco bien; en el fondo del cuadro, el Tiempo saca una tarjetita roja y la agita para asegurarse de que lo vea y me baje del estrado. Ni siquiera he empacado las palabras que se supone he de inflar hasta que se transformen en actos con sentido. Miro al Tiempo como Purr me mira cuando lo dejo solo, pero ya se sabe que el Tiempo no tiene sentido del humor.

En la hora de doblar el año hay que empacar también el espejo y llevar en una bolsa segura los números de tus amigos, para que cuando te pierdas, te recuerden quién eres, de dónde vienes y por qué emprendiste esa caminata y en el último de los casos, para que te ayuden a volver a casa. Pero a todo esto, hay que empezar por separar un pie del suelo y luego el otro.